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Pablo Neruda y la artesanía de Quinchamalí, "el ombligo mun­dial de la cerámica"

Pablo Neruda y la artesanía de Quinchamalí, "el ombligo mun­dial de la cerámica"

Publicado el 01/08/2018
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El año 1968, en el número 1724 de la Revista Ercilla, Pablo Neruda publicó una columna dedicada a la artesanía de Quinchamalí que, junto a la artesanía de Santa Cruz de Cuca, está inscrita en el Registro e Inventario de elementos del Patrimonio Cultural Inmaterial en Chile.

El texto titulado “Una Señora de Barro” fue rescatado y revelado por el Museo de Arte Popular Americano Tomás Lago, MAPA, en el año 2013, como parte de su proyecto Fondart “Quinchamalí en el Imaginario Nacional”.

Portal Patrimonio, reproduce el texto íntegro que el poeta dedicara al arte de una comunidad que el Estado de Chile reconociera en 2014 como Tesoro Humano Vivo.

UNA SEÑORA DE BARRO

 

Que me perdone Marta Colvin, pero la mejor obra escul­tórica chilena que yo conozco es una “mona con guitarra”, de greda, una de las tantas que se han hecho en el ombligo mun­dial de la cerámica: Quinchamalí. Esta señora de la guitarra es más alta y más ancha que las acostumbradas. Es difícil la ejecución de este gran tamaño, me contaron las artesanas, las loceras. Ésa la hizo una campesina de casi cien años, que mu­rió hace ya tiempo. Resultó tan bella, que viajó a Nueva York en esos años, y se mostró en la Exposición Universal. Ahora me mira desde la mesa más importante de mi casa. Yo no dejo de consultarla. La llamo la Madre Tierra. Tiene re­dondez de colina, sombras que dan las nubes de estío sobre el barbecho y, a pesar de haber navegado por los mares, conser­va ínclito olor a barro, a barro de Chile.

Me contaron las loceras que para su trabajo deben mezclar la greda con hierbas, y que ese negro puro y opaco de los ca­charros quinchamaleros se lo dan quemando bosta de vaca. Se me quejaron entonces de lo caro que les cobraba por la bosta silvestre el dueño de los fundos. Nunca pude alcanzar tanta influencia como para rebajar el precio del estiércol de vaca para las escultoras de Quinchamalí. Y aunque sea humil­dísima esta petición a los poderes mayúsculos, ojalá que la Reforma Agraria regale este producto a las transformadoras del barro con tanta sencillez como lo haría una vaca. La ver­dad es que esta cerámica nuestra es lo más ilustre que tene­mos. El único regalo que le hice a Picasso fue un chanchito negro, alcancía, juguete, aroma chillanejo, creación de la in­signe locera Práxedes Caro.

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Con espuelas y ponchos, con pulseras de Panimávida, con si­renas de Florida, cantaritos de Pomaire, se alimenta nuestro orgullo perezoso. Porque se producen como el agua, se divul­gan sin hacer ruido, son artes ilustres y utilitarias, desinteresa­das y olorosas, que viven no se sabe cómo, ni se sabe de qué, pero que nos representan en humildad, en profundidad, en fragancia.

Por eso pienso que entre los tristísimos museos de Santia­go el único encantador es el que luce sus tesoros en el Cerro Santa Lucía*. Lo creó el escritor Tomás Lago, hace muchos años, en un acto de amor que ha seguido proliferando en tan­tas bellas colecciones reunidas. Yo mismo anduve en tierras mexicanas buscando con el genial Rodolfo Ayala, el loco Ayala, por iglesias y mercados, palacios y cachureos, objetos escogidos y violentos, que hoy engrandecen a este museo de la delicia.

Yo he sido apasionado de estas creaciones anónimas y me catalogo, a veces, en cuanto a mi poética, como alfarero, pa­nadero o carpintero. Sin mano no existe el hombre, no hay estilo. Pretendía siempre que mi poesía fuera artesánica, antilibresca, porque hasta los sueños nacen de las manos. Y este arte popular, que fue guardado y expuesto con orgullo y amor en nuestro mejor museo, revela, más allá de los museos históricos, que lo más verdadero es lo viviente, y que las obras del pueblo tienen una eternidad no menos ardiente que las de los héroes.

La patria es destruida constantemente. Los destructores están adentro de nosotros. Nos alimentamos del incendio y del ani­quilamiento. Las selvas cayeron quemadas: el maravilloso bosque chileno es sólo una mancha de lágrimas en mi cora­zón. Las rocas más hermosas del mundo estallan dinamitadas en nuestro litoral. Ostiones, choros, perdices, erizos, son per­seguidos como enemigos, para extirparlos pronto, para borrarlos del planeta. Los ignorantes dicen de nuestras depreda­ciones: “Le salió el indio”. Mentira. El araucano nombró al canelo rey de la tierra. Y no combatió sino a los invasores. Los chilenos combatimos todo lo nuestro y, por desdicha, lo mejor. Nunca he sentido tanta vergüenza como cuando vi en los libros de ornitología, en donde queda indicado el habitat de cada especie, una descripción del loro chileno: “Tricahue. Especie casi extinguida”. No digo aquí el sitio donde se ocul­tan los últimos ejemplares de este pájaro magnífico, para evi­tar su exterminio.

Ahora me cuentan que en estos días una chispa de nuestra “revolución cultural” ha llegado hasta el Museo de Arte Po­pular y pretende destruirlo.

Que el canelo araucano, dios de las selvas, nos proteja.

*Neruda hace referencia a la primera sede que tuvo el MAPA, en el Castillo Hidalgo del Cerro Santa Lucía.

Foto de Portada: Pieza de la Colección del Museo de Arte Popular Americano Tomás Lago. Donación de Pablo Neruda.

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