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Bordadoras de Copiulemu

Entorno rural a punta de agujas

Bordadoras de Copiulemu

Publicado el 16/03/2023
Sra. Marisol Cabrera.
Bordadoras de Copiulemu. Foto: Rosmarie Primm.
El pueblo de Copiulemu era completamente desconocido hasta los años 70. En esa época, un grupo de apoderadas del primer jardín infantil del pueblo se reúne para bordar su realidad con lanas y agujas en sacos harineros. Las temáticas rurales están presentes en cada uno de los bordados: vendimias, trillas, cosechas entre otros, son los motivos de los tapices. Reunidas en el Centro Artesanal Bordadoras de Copiulemu, actualmente son cerca de 30 mujeres las que se dedican a plasmar sus creaciones en estos coloridos trabajos. Esta práctica ya cuenta con la cuarta generación de bordadoras.

Esta forma de expresión de las mujeres de Copiulemu- ubicado en Florida, Región del Biobío- ha sido reconocida por el Estado para formar parte del Registro del Patrimonio Cultural Inmaterial.

Corrían los años 70 y Copiulemu era un villorrio aislado. A pesar de estar cerca de una carretera y a media hora de Concepción, no existía conectividad. 
Las familias vivían de la agricultura, también de la explotación de los bosques de pino. “Las mujeres eran dueñas de casa, no trabajaban”, relata Ingrid Pinilla, bordadora (53), quien creció viendo carretas tiradas por bueyes y caballos, trillas a yegua suelta y siembras: el imaginario de lo rural siempre ha estado presente en su vida. 

El año 1974 llegó el primer jardín infantil a la localidad. Las precarias condiciones de vida de las mujeres movilizaron a su fundadora, la alemana Rosmarie Prim. “En su mayoría, las mamás eran dueñas de casa. Ella vio una gran necesidad de generar recursos para que no dependiesen de sus maridos. Organizó a este pequeño grupo de apoderadas y las invitó a bordar, inspirada en el ejemplo de las bordadoras de Isla Negra”, relata Sandra Muñoz, directora del Jardín Infantil Manderscheid, centro que acogió a las primeras bordadoras. 

Entre los obstáculos que este grupo sorteó estuvo el machismo propio de la época. Aunque era pequeña, Ingrid tiene algunos recuerdos de aquel entonces. “Cuando mi mamá venía al jardín a juntarse con las bordadoras, mi papá se enojaba y le decía ‘¡ya vas a lesear para allá, a juntarte con cahuineras!, ¿por qué no te quedas en la casa haciendo tus cosas mejor? Mi marido es todo lo contrario, él siempre me ayuda. Como es maestro me apoya con los marcos de los tapices, por ejemplo”, cuenta la bordadora. 

Juana Silva fue de esa primera generación. Ella es la abuela de Maritza Tapia, quien la recuerda con especial cariño pues fue quien le enseñó a bordar. “En esos tiempos los bordados se exportaban al extranjero, significaba una plata que ellas no tenían. Yo estaba en el jardín infantil: teníamos como 6 tías y éramos poquitos alumnos, así que nuestras mamás aprovechaban de juntarse a bordar”, comenta Maritza.

En los años 70, bordadoras y artesanas en greda formaban una sola asociación y sus integrantes se reunían en el jardín infantil. Ruth Jara recuerda que su madre trabajaba como alfarera, así como otras personas del sector de la Quebrada de las Ulloa, cercano a Copiulemu. “Yo la acompañaba al jardín infantil y ahí conocí a las bordadoras. Yo ya sabía bordar desde el colegio, pero hubo otras a quienes la señora Rosmarie les enseñó”, cuenta Ruth, bordadora de la segunda generación. 
Ya van cuatro generaciones: actualmente son 28 mujeres las que se dedican a plasmar sus creaciones en estos coloridos tapices, reunidas en el Centro Artesanal Bordadoras de Copiulemu. A través de éste se canalizan las ventas, se escogen los bordados que las representarán en diversas exposiciones y además cuentan con una sala de ventas donde exponen sus tapices. 

El campo siempre presente

Los diseños de las bordadoras se inspiran en sus vivencias cotidianas, rituales, tradiciones campesinas, fiestas religiosas como la de Yumbel y su entorno rural: sus herramientas son las agujas, lana acrílica y sacos de harina. “Si bien las mujeres no podían salir porque eran dueñas de casa, sí podían hacer algo desde sus propios hogares. En cuanto a los dibujos, ninguno es igual a otro, todos son originales. Gracias a este primer grupo de bordadoras se comienza a promover el trabajo: primero se hacen conocidas en la Región del Biobío y luego a nivel internacional” cuenta Sandra Muñoz. 

El imaginario rural de Copiulemu- ubicado en la comuna de Florida- está presente en cada uno de los bordados: vendimias, trillas, cosechas, fiestas religiosas, tradiciones entre otros, son los motivos presentes en los tapices. “Cada dibujo es una pequeña muestra de lo que nosotros veíamos, también dibujamos siembras con bueyes, trillas a yegua suelta. Las temáticas del 90 por ciento de los tapices son campesinas, porque nuestros padres trabajaban en eso. Esto es inspiración de cada una, es creatividad de cada persona: si yo quiero hacer el pasto rojo, uso ese color. Además, ahora hay lolas de 25 a 30 años que son la cuarta generación y están dibujando edificios, carreteras, playas, ríos. Esa es su realidad”, comenta Ingrid.

Sandra Muñoz destaca el valor cultural que tiene este trabajo. “A través de esta creación sacan un poco de su interior, crean y muestran el campo a los demás. Ellas entregan sus propias vivencias a través del bordado, eso le da un valor único”.

Consagración internacional

Las bordadoras llevan el nombre de Copiulemu no solo a distintos rincones de Chile, también al extranjero. “Siempre nos preguntan dónde está nuestro pueblo. No habríamos imaginado nunca que íbamos a estar presentes en muchos lugares, nos sentimos muy orgullosas porque eso es fruto del sacrificio de nuestras madres, abuelas y compañeras que han plasmado su vida en los bordados. Por eso es una bendición que nos reconozcan”, explica Ingrid. 

Hay obras que son inolvidables para las bordadoras. Ruth recuerda su tapiz de la Estación Central; el Banco de Sangre y la Universidad de Concepción figura entre los grandes trabajos de la madre de Ingrid, la señora Norma Ulloa. Sin embargo, el mayor logro colectivo de las bordadoras de Copiulemu fue el tapiz que se utilizó en la misa que el Papa Juan Pablo II ofreció en su visita a Concepción en 1987: esta fue la consagración internacional de las bordadoras. Las mujeres confeccionaron un lienzo de 20 metros cuadrados, compuesto por 42 paños ilustrativos del mundo del trabajo y las 14 estaciones del vía crucis. “A mí me tocó hacer la pesca y una estación del vía crucis, porque trabajamos cerca de 30 personas en el tapiz y nos dividimos los temas. Hace unos 15 años atrás se fue a restaurar porque algunas bordadoras usaron lana que no se debía, entonces se apolilló. Con la plata de ese trabajo yo pagué el dentista, de lo contrario no podría haber hecho mi tratamiento”, recuerda Ingrid. 

A pesar de que los años de pandemia han interrumpido la participación de artesanas y artesanos en diversas ferias, las bordadoras comentan que han logrado hacer sus ventas de forma virtual gracias a su manejo con la tecnología. “Hemos tenido más ventas virtuales que presenciales. La gente que compra es la misma que ha comprado siempre, no necesitan tocar ni ver la tela, ellos ven los diseños. Los clientes que tenemos son de Chile y del extranjero: de Alemania, Estados Unidos y Australia, entre otros”, asegura Ingrid, quien ha participado de todas las muestras de artesanía que ha organizado la Universidad Católica. En una de ellas, conoció de cerca a una de sus clientas del extranjero. “Una gringa se me acercó y me dijo, ‘sabe que yo tengo todas sus trillas...siempre vengo a esta exposición y compro sus tapices’ y me mostró fotos de mis trabajos en su sala de estar, cuadros míos, cojines…yo sentí un gran orgullo con eso, sentir que hay un pedacito de mi vida que está adornando una sala, acá en Chile o en el extranjero. Así se retribuyen nuestros desvelos en las noches para entregar cada trabajo”, comenta la artesana. 

Reconocimiento del legado

Esta forma de expresión de las mujeres de Copiulemu ha sido reconocida por el Estado para formar parte del Registro del Patrimonio Cultural Inmaterial. 
Todas las bordadoras sienten un gran orgullo al hablar del reconocimiento que les hizo el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio. “Se nos infla el pecho al saber que las autoridades nos han visto, esto es muy importante para nosotras. Ellos ven el esfuerzo, saben que hemos postergado nuestros quehaceres por bordar”, enfatiza Ingrid Pinilla.

“Me siento orgullosa de mantener esta tradición, quiero seguir bordando hasta que Dios me dé vida y ojalá que mis hijos y nietos conserven mis bordados como recuerdo”, dice Ruth.

A través de una Solicitud Ciudadana impulsada por las mismas mujeres, esta manifestación cultural logró ingresar al Registro de Patrimonio Cultural Inmaterial en Chile el 2021. Este reconocimiento surge como parte de un proceso entre bordadoras, quienes solicitaron que su práctica fuese reconocida por el Estado.
Con esta herramienta se reconocen manifestaciones del patrimonio cultural inmaterial a lo largo del país que sus practicantes consideran parte de su identidad y por lo mismo, realzan su valor: la salvaguardia depende de cultores y cultoras.

Además, este reconocimiento en el Registro puede ser una herramienta de gestión para las comunidades cultoras ante otros organismos (públicos, privados o de la sociedad civil), según sus propias necesidades, por ejemplo, articular acciones de difusión, educación y fortalecimiento de capacidades para la gestión de la salvaguardia. Gracias a éste, la práctica se difunde y se hace visible.

“El año 2010 ya fueron distinguidas con el Sello de Excelencia de Artesanía de la UNESCO. Ahora desde la Fundación Artesanías de Chile y el Ministerio de Cultura, las Artes y el Patrimonio las han estado apoyando desde distintas áreas. El Estado está protegiendo este trabajo y así fomenta la creación, porque es un arte que no debiera perderse”, reconoce Sandra Muñoz. 

Traspasar conocimientos

Ingrid Pinilla explica el proceso para iniciar un tapiz y escoger los colores que se bordarán. “Lo primero que hago es cortar un trozo de tela, luego pienso en la idea que quiero plasmar: hago los dibujos, comienzo a buscar las lanas, pero de día para dejarlas a mano: los dibujos se hacen encima de la tela, se marcan con lápiz de carbón o pasta. Muchas bordadoras trabajan con colores fuertes: pueden bordar una vaca de color rojo o verde. La mayoría de mis compañeras trabaja con los colores que se les ocurre, al cielo de repente le pueden poner rojo, son bien coloridas en ese sentido, yo hago los paisajes más reales, hago el cielo celeste o el pasto verde. Una borda cuando tiene tiempo: yo por ejemplo me pongo a bordar en las noches, mientras veo la novela. Una escucha y las manos trabajan. Yo ya sé la técnica, así que no la pienso”, explica.  

Ruth borda porque le relaja, le encanta plasmar sus ideas en el tapiz, se entretiene. “Yo hago varias artesanías, pero ahora me he dedicado a bordar, también hago cosas en greda. Así obtengo un dinero que no tenía antes”, comenta. 

Maritza busca salir de la rutina. En sus tiempos libres logró enseñarle a su hija de 29 años, quien borda también cuando sale del trabajo y en sus vacaciones. 
En el caso de Ingrid, quien trabaja como manipuladora de alimentos, busca cualquier tiempo libre para bordar y conectarse con su madre, quien le enseñó la técnica. “Yo quiero seguir el legado de mi viejita, a quien recuerdo cada vez que bordo. Hago los mismos paisajes y uso los mismos coloridos, de esa forma me conecto con ella, quien no comía por bordar, no paraba, siempre me decía ‘por favor sigue bordando para que esto no quede aquí’, siempre me lo estaba repitiendo. A mí me fue mal con mi hija, no tiene paciencia para bordar, así que hasta aquí no más quedé. Pero nosotras todavía estamos a tiempo de poder motivar a la juventud, lo importante que es seguir esta tradición”, explica Ingrid. 

Efectivamente traspasar estos conocimientos a nuevas generaciones es la mayor dificultad que las bordadoras tienen que sortear en la actualidad. “Nosotras no tuvimos la oportunidad de estudiar, nos quedábamos en el campo. Por lo mismo, es cada día más difícil poder traspasar estos conocimientos, porque nuestros hijos sí han tenido la opción de ir a la universidad o trabajar en otras cosas”, dice Ingrid. 

El único hijo de Ruth no se interesó en aprender a bordar. Lamentablemente su familia tampoco. “Ven mis trabajos, les gustan, pero no quieren aprender, dicen que no tienen la paciencia para hacerlo. Casi nadie se interesa, la gente quiere hacer algo rápido y le interesa recibir dinero luego. La juventud quiere plata ahora, ese es el problema”. La dedicación y paciencia son recursos escasos. “Lo que menos tiene la juventud es paciencia. Hay que considerar que los bordados se venden a lo lejos, es algo esporádico”, complementa Ingrid. 

A eso se suma la poca valoración que hay del trabajo manual. “Mucha gente te pregunta por qué es tan caro. No aprecia en el cariño y dedicación que uno le pone a cada tapiz. No saben valorar la artesanía”, dice Maritza.  

Sandra Muñoz cuenta que hay iniciativas que buscan seducir a las nuevas generaciones. Hasta antes de la pandemia desarrollaron un taller de bordado con los niños del jardín de Copiulemu. “Venía una bordadora una o dos veces a la semana, enseñaba a un grupo de niños y niñas de pre-kinder y kinder. Primero era un grupo grande, luego se hacía de forma individual. Esto se hizo a través una subvención estatal que permitía pagar a la bordadora por su trabajo en el aula. La idea era que los apoderados y apoderadas también se motivaran a seguir con esta práctica, pero después de la pandemia tuvimos una pausa. Ahora esperamos retomar el taller el segundo semestre”, comenta Sandra Muñoz. 

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